jueves, 4 de abril de 2019

Wilfredo Arriola en EsPoesia



La fundación de lo inevitable  - Wilfredo Arriola (poeta salvadoreño)
I
Lo que hay de eternidad en la certeza es la fundación de lo inevitable.
Dijiste cuando me mirabas,
la tarde donde fuiste por última vez dueña de tus daños.
Nadie, implora después de la derrota.
Nadie, siempre es una multitud en la soledad.
Nadie, hace milagros con el óxido del cerrojo del desespero.
Nadie tiene la eternidad porque nadie conoce lo desconocido.
También eso decía tu mirada.
II
La pupila guarda en sí, el error del recuerdo.
-pero el descaro siempre firma en la ironía-
Si puedes entiéndelo así.
¿Has encontrado el peso del vacío?
¿A quién mira uno cuando tiene la mirada perdida?
¿De quién es el poema que uno firma en segunda persona?
La respuesta es la suma de nuestras soledades.
III
El fuego que nubla también predica la oscuridad.
Vos fuiste eso: El abismo que existe en mi sombra.
Vos fuiste eso: La ciudad que nadie habita cuando uno llora.
Vos quisiste eso: Ser el puzle que rige el insomnio.
La trampa de un lobo que no sabe para quién aúlla.
Vos quisiste eso: Ser vos incluso cuando le apostabas a ser la impostora.
IV
Nadie sale de sí mismo.
El abandono se paga con moral.
-Ese fue el recuerdo primero-
La meditada cobardía del silencio.
-la sabiduría es innegociable aunque su escenario sea el sosiego-
De ti hay dos partes que duermen mis dudas de tanta espera.
Diré dos para atribuirme los dones de lo destilado.

V
En lo inconexo tiemblan dos mitades.
Lo que hay entre ellas tiene el símbolo de la verdad.
Eso somos: materia que busca su verdadera esencia.
El encuentro y el desencuentro
ambos son inicio pero este último inicia lo definitivo.
VI
La eternidad si es que existe esta después de tu silencio.
Lo demás tiene que ver con el olvido.

Wilfredo Arriola en Avenegra



Wilfredo Arriola fue publicado en la revista literaria Avenegra en El Salvador 




No sortear la soledad

Wilfredo Arriola
Poeta
Después del silencio llega otro, el primero de dolor el segundo de aceptación. Uno intenta buscarse entro lo devastado que deja la verdad, sin embargo, es de valientes ocuparse del vinagre de las cosas imposibles. Y sucede, las cosas de siempre dejaron de serlo, buscar el cepillo de dientes sin compañía, reorganizar la casa, dejar de tomar café en la taza acordada, crear otra atmósfera libre de escenas que no le hacen bien al recuerdo. Todo es posible al inicio, si es que se puede volver a iniciar, después de los treinta, todos los conceptos cambian de definición, a la soledad le llamamos crecimiento, al amor sociedad, a la alegría paz, otros le llaman desesperación de no saberse solos.
Las cosas que se rompen para siempre no hacen ruido, leí hace poco y me pareció oportuno. No sortear la soledad, no darse al primero, aunque en un naufragio cualquier barco es el correcto.
A lo que llamas perfecto te define, el filósofo y abogado francés Francois Marie Arouet, dijo: “Lo mejor es enemigo de lo bueno” lo acato en tardes como esta, donde no hay ruidos de fondo, no hay llamadas que pregunten ¿cómo estás? No hay urgencias de cumplir con una cita, ni de tropezarse con una petición nunca hecha en el jardín, ni la eterna promesa de volver a estar en forma. Hay soledad y está bien. Hay un crecimiento para conocer el descaro de saber quien uno es. Todo descaro tiene algo de insolencia y toda insolencia es parte del rompecabezas indefinido que somos. No quiero morir sin conocer quién soy, adonde no quiero llegar, a quién no quiero volver a elegir, a qué debo de decirle No, a qué debo de apostar y armar todo esto que dejan las batallas perdidas que siempre hay, saber ganar es reconocer saber perder.
Hoy por hoy, cuando suene la alarma y la madrugada cante la misma canción de siempre, volveré a inventarme excusas para mi vida, el agua estará fría y mientras me seco y agito mi cabeza en otro lado, en una parte del mundo estará alguien como yo, creciendo a su manera, no sorteando su soledad al mejor impostor, aunque la suposición es un mal consejero…
¿Habrá algo mejor que todo esto? Las respuestas se pagan con experiencia y toda experiencia deja algo de dolor.

400 likes

Wilfredo Arriola, 
Poeta y escritor
Su halago más sincero siempre fue: No me interesas. No era por impostura ni por el mal mencionado ataque de clasismo, él cree que es verdad decir lo que se piensa con la desnudes de las cosas impredecibles. Salió con Leonor, a contra pronóstico de su noble cometido. Esa tarde estuvo cargada de miradas de las que había que sacar un cursillo para interpretarlas. Nunca eran puntuales, a veces tímidas, otras certeras, otras volátiles, tal cual la vida cuando se decide encontrarse con alguien a quien uno no conoce en persona.
Un café de plaza los recibió, dos sillas, un parco centro de mesa con la oferta del momento, el clima húmedo del verano, a suma de su postura inusual de sentarse al estilo europeo. Reacomodarse la camisa a cuadros por tercera vez estaba siendo su deporte y las expectativas girando en la ruleta para ganar el botín que dejan los primeros encuentros. Pensaba en qué pedir, para parecer más interesante, si ser leal a sus hábitos o dar una imagen de dandi refinado. Después de varios días de chat y de confabular entre lo que les gusta y lo que les disgusta, de sus banales temas, de hablar sobre Milán Kundera, de Sylvia Plath, de Sharon Stone y su última película, del clima como comodín en noches de capricho. Eso dio pie a que se creara el inevitable puente con el cemento de las proyecciones a las que uno invita. Cuando no se tiene en quién creer, el alma necesita crear un dios para orarle en soledad. Quizá era su caso, no sabían cómo caminaban, cómo se reían y si aún a pesar de las complexiones de su rostro seguirían considerándose bien parecidos, ni siquiera intuían la falsa confianza que se decían así mismos que se tenían, ni a qué hora detestarían estar en  compañía o en el excelso de los casos (que no se esperaba) era que, el tiempo volase el ritmo de las 4 de la tarde y de pronto la noche se presentara sola para irrumpir entre risas y horarios. Develar un hallazgo. No sabían nada de sí mismos que no fuera lo que dice la pantalla de un celular, si aquella foto de 400 likes llegara al más importante; al de ellos, que se vuelve a otorgar en vivo.
La confianza de las redes sociales nace de la impersonalidad de una repetitiva conversación que nada tiene que ver con la naturalidad de un encuentro. Se vieron, se miraron, se saludaron de mejilla, besaron el aire para conocer la frontera de sus olores, para saber si era una buena premonición la fragancia a la que aspiraban hacer dependientes.
La primera conversación estalló con él.
—Te ves genial, al ver a mi alrededor te busqué en el paisaje, pero no pude encontrarte, porque vos eras el paisaje. Ella sonrió para dejar afuera un poco de diplomacia y adentro el infierno de las cosas no dichas, las que duelen más.
—Gracias. ¿Tenés mucho de esperar?
—No, recién llego. Necesitaba hacer algo por acá, unos pendientes y pagar facturas, ya sabés, cosas de uso común. Contáme más, la conversación de ayer por la noche quedo en suspenso, después de las dos horas me quedé imaginando el final de lo que me contabas, pero el sueño te atacó, sin embargo, luces radiante como si el desvelo supiese dormir cuando le hablás vos. Giro su cabeza, miro su reloj y entendió que el puente que la sostenía parecía ser, no el más estable o peor aún, predecía incomodidad, más de la que ya tenía en tan pocos minutos. — Si, la verdad, cuando sentí ya era muy noche, casi de madrugada y no pude responder como quisiera. Hoy por la mañana, entre tanto por hacer solo pude acusar nuestra cita. Lo siento.
—Quédate tranquila, no pasa nada. Que es la bandera de los que les pasa todo. Un país cabe dentro de esa afirmación. Era la segunda vez que ella se cruzaba de piernas, decidió llevar zapatos cerrados porque había olvidado hacerse los pies y hay impresiones que duran para siempre. Un vestido floral entre tonos amarillos y cafés, unos zapatos topolinos, una piel con cuatro días sin depilación. Su pelo, al viento y fugaz de colas y cualquier amarre, en sus ojos cabía la verdad. Su alma, en cualquier otra parte que no fuera esa. Un minuto le basto a Leonor darse cuenta que sus proyecciones de chat y esperanzas pretendían ganar el premio al mayor fracaso de los últimos años.
Un discurso interno y de publico sus diferentes personalidades estaban haciendo escenario en la mente de Leo. No prestaba atención a las diferentes tonalidades de la voz de aquel tipo que fue su salvación en la tendida tristeza del último semestre y que en ese momento se postulaba hacer la vergüenza que contaría el resto de su vida. Reviso con disimulo la ventanilla de noticias en su celular y las que siempre esperó cada tarde, estaban en vivo frente a ella ¿Qué pasaba? ¿No era esto lo esperado? O había logrado identificar que las relaciones a distancia no son otra cosa más que un ejercicio narcisista de amor. Que se termina cuando uno decide dar un paso más, pero ese paso más es en falso. Su voz, no era la que ella inventó, sus manos no la sabían tocar como lo hacía con sus palabras, su mirada en vez de ser hipnotizadora resultaba amenazante. Había un abismo entre el que inventó al que estaba frente a ella. Sus gestos de aceptación desde hace un momento dejaron de hacer de educación y han sobrepasado la estrecha línea del desinterés. Se calló. Hubo un silencio entre los dos, como el que ocurre después del de las noticias devastadoras. Un fallecido, un terremoto, la noticia de la partida de alguien, perder el partido tan esperado. Se callaron. Esa mesa que los separaba tenía las dimensiones del río Nilo. No pasaron más de cuarenta minutos y entonces el derrumbe. Dijo él: —Creo que me tengo que ir, ha sido bonito compartir contigo este momento, pronto anochecerá y lo mejor es que vaya buscando la salida. No quiero encontrar mucho tráfico al regresar.
—Como quieras, dijo ella, mitad temblorosa, mitad aliviada. También me ha gustado, ha sido agradable conocerte. Seguiremos conversando…miro al lado, como se mira al saber que uno dice una falsedad.  Sonrieron sin mostrar sus dientes y el primer paso dice que todo fue un espejismo del que ambos habían sido estafados. Partir a cualquier lugar es una buena elección cuando se huye de una vergüenza.
Después de esa básica separación, cada quien hizo una tesis de lo ocurrido. El celular no tenía mensajes que responder ni los tendrán. Los protagonistas de aquellas conversaciones hoy eran impostores a su realidad que se alejaban por distintos caminos. La hora intimida en su lento avance y ese vacío tan profundo dejado en lo puntual del desgano se acomoda como una felicidad se cura de emoción. Quien sepa leer una mirada en cualquiera de los dos podrá leer las indicaciones del veneno. Una mezcla de rabia, agonía y de pronto una extraña libertad, la que da una derrota. La de volver a empezar.
Aquella tarde no hubo beso de despedida.

Articulo publicado en el Diario Co Latino Suplemento Cultural 3000 29 de marzo 2019
https://www.diariocolatino.com/400-likes/?fbclid=IwAR1ApgkOiZ-uIbzVXSnYmXcXMN21rz4oODvMtZ6ZN7DFQ8fB2532Ky80KRI 

Me dijo que existía ( Acerca de Monseñor Romero)

Wilfredo Arriola, 
Poeta y escritor
Fue allá por el año 1962. Monseñor Romero provenía del seminario mayor San José de la de Montaña en San Salvador acto que fue iniciado en el año de 1938 posterior a esto, siete meses después fue enviado al seminario Pio Latinoamericano de Roma para proseguir sus estudios de Teología. El 4 de abril de 1942 fue ordenado como sacerdote en Roma y luego al siguiente año volvió a El Salvador. Mi madre aun sin saber que era mi madre, trabajaba de cocinera en la iglesia Sagrado Corazón en la colonia Escalón. Este lugar albergaba a diferentes representaciones católicas de la época, en ese entonces se alojaban los Padres Claretianos una comunidad católica religiosa de sacerdotes y hermanos con la misión de extender el Evangelio de Jesús.
En dicha iglesia, la labor de mi madre era preparar diferentes platillos para el placer y alimentación de los huéspedes y comunidad religiosa que llegase. Monseñor Romero era uno de los invitados asiduos a este lugar y no solo al lugar, en especial a la cocina que comandaba mi madre. Solía decir que le encantaba llegar cuando hacía Paella española, las razones eran puntuales. Monseñor Romero tenia una excelente amistad religiosa y de camarería con los sacerdotes de aquel sitio, tanto que no necesitaba ser invitado para una actividad específica, simplemente llegaba por el hecho de dar un abrazo o de entablar conversación acerca de la vida, de la fe o de lo que les gobernara en ese entonces. Mi madre recuerda con atento cariño a el padre Francisco Fierro, Padre García, Padre González y al Padre Zuluaga, la mayoría de ellos españoles con calidad humana y fervor por representar a la iglesia católica, iglesia que ha representado Monseñor Romero con su legado irrepetible.
Monseñor Romero, entre risas y largas conversaciones se desprendía de la sala de estar y se dirigía hacia a la cocina para conversar con mi madre acerca de temas cotidianos. Me preguntaba —me cuenta— del por qué no continué mis estudios, de dónde era, y adónde aprendí a cocinar. Cuando me preguntaba no solamente me hacía sentir bien, sino que también me decía que existía, que no era solo la cocinera del lugar sino también alguien que necesitaba ser escuchada y que en la soledad de una cocina también se puede hacer lobby como el de un hotel. No es que los demás miembros de los Claretianos no lo hicieran, también lo hacían, a su forma y manera, pero la peculiaridad de Romero era especial porque no dejaba ver hipocresía alguna y entre preguntas y risas develaba su pasión por los camarones de aquella Paella Española que preparaba. Me hacía el universal gesto del guardar silencio y tomaba los mejores camarones, los más grandes. También fui su cómplice, camarón que se comía, camarón que reponía, pregunta que me hacía pregunta que respondía. —No le digas a nadie— y reíamos de a dos. Aquellos años pronosticaban años de lucha y entrega. Monseñor Romero siempre fue un tipo sencillo que es el mayor halago de las personas eternas. Solía irse a tomar la siesta al cuarto de huéspedes y volvía al cabo de unos 30 minutos a sentarse conmigo en la cocina a conversar como si nunca se hubiese ido. La única petición, —me cuenta mi madre— que a su café solo le ponía azúcar él. Su naturalidad era como la de un ciudadano más sin poses ni ambigüedades. “Hace calor aquí, pero cuando uno hace lo que ama siempre es un buen lugar para estar Hortencia”. Fueron parte de las últimas palabras que me dijo. Los recuerdos cada vez que se cuentan se viven por vez primera, porque siempre uno tiene otra piel para contar lo sucedido. Me lo cuenta mi madre Hortencia, en vísperas del 24 de marzo día internacional para recordarlo. Hay café, como al que a él le gustaba, estamos cerca de nuestra cocina, ella lo cuenta yo lo escribo y quedará para siempre como su obra y recuerdo en cada una de las almas donde dejo huella. Mi madre me pide no ponerle azúcar al café de ella…
A Hortencia Flores. 



Articulo publicado en el Diario Co Latino (Suplemento Cultural 3000) 22 de marzo 2019