martes, 3 de septiembre de 2019

Desde una caseta telefónica

Wilfredo Arriola,
Escritor y poeta
¿¡Hola Leo, estás ahí!? Te ruego que no colgués…
Necesito un poco de tu tiempo, del que antes me regalabas…
No, no colgués, te pido no arrojés esta llamada al suelo o me dejés hablando conmigo mismo, hazlo por la equidad de género que tanto defendés…
Tus conceptos los respeto, te pido respetés la vanidad de lo tuyo, y compréndeme esta vez. Te digo más, esta última noche, o todas estas noches no he sido el mejor ejemplo de supervivencia, todo tiene tu tono, tu queja y creo fehacientemente que uno no debe ser devoto a una religión a la cual solo uno profesa…
Sabes que ya no tomo. Nadie respeta un borracho. Mi razón a pesar de que es igual de vergonzosa, como tomar, es decidir que hablemos…
No te pongás con tu perfil de irónica, y tampoco veas hacia arriba como orando por mí sin devoción, tu falsa compasión solo es otra forma de apatía. He querido volver a tomar esto, por el bien de los dos…
Tenés razón. Sí, más por el mío, no le pondré corbata a mi vergüenza. Entonces escúchame, te lo pido por favor. No, por favor no, es muy poco, te lo pido a manera de transfusión de sangre de necesidad irrevocable. Ser extremista es lo mío, pero hoy más mucho más…
Tenés razón, Romero pudo ser mi hermano, quizás ambos compartamos pasión por lo imposible, hablar sin que se nos escuche…
Lo sé, me estás escuchando. Deja de tamborilear tus dedos por favor Leonor, es la última vez que me escuchas, prometo ser breve, alargarme en esta llamada es pedir beca en el masoquismo…
Sí, sé que no depende de vos y no estoy jugando con tu compasión ni con tu orgullo. Tampoco quiero traficar con la lastima. Decime vos, ¿Quién se puede ir a casa con el golpe de la ansiedad? ¿Estás saliendo con alguien?…
Claro que me importa, no es ego es saber aprenderme dañar, y dañarme bien y de una sola vez. La verdad no posee anestesia, pero es la única que cura. Te llamaba porque la necesidad no tiene tiempo…
Te pido por favor que no me llamés de usted, sabes de sobra que solo trato de usted a quien no respeto… Es complicado, yo sé, vos me quisiste, yo también te quise, pero nunca al mismo tiempo… Sí, lo sé, repito versos de Ángel Gonzáles, pero la verdad es universal Leonor, no le pongamos formalismos al desastre…
Sé que no es el momento, desde hace años no es el momento, quizá este sea el último momento. Cuando uno llama a las cosas por su nombre, generalmente es en dos ocasiones: cuando se quiere pronunciar lo menos posible o cuando ya no se siente nada al pronunciarlo. Así te presiento, diciéndome mis dos nombres secos, como mi madre me llamaba en su impotencia y enojo… Entiendo, debés continuar haciendo tu tesis y en tu juicio habrás quitado las ideas que a buena manera te di, es clásico, odiar lo que representa un pasado….
Claro, lo sé. Entiendo…
Sé que debés alimentar a Tao, tu gato, que siempre ha resultado ser una prioridad en lo tuyo, pero ya vez las cosas que uno no dice se fermentan y hacen más grande la posa de la inexistencia…
¿Te parezco ridículo con lo que te digo? En realidad, solo quiero aclarar este rumor de muerte. A lo nuestro ya no le suman fojas de historias, ya no hay archivos y cuando la única rutina es el recuerdo es cuando el cuerpo del amor, está tendido en una cama a la espera del deceso. Nos hemos convertido en viejos cascarrabias, que solo hablan de su pasado, convirtiendo sus ideales en caprichos…
No te he llamado para darte lecciones de moral, sé que odias que te den consejos, aparte de que lo consideras de mala educación, yo también lo detesto, pero uno se convierte en lo que critica…
Sí, ya sé quién soy, no me lo recuerdes, pero creo que a ti te duele que te digan quién eres. Sos tan predecible, todo te importa poco, por no ocupar el improperio que utilizas siempre. Tu campo es la irresponsabilidad y el mío quererte cambiar…
No, no estás cansada Leonor, estás sufriendo…
Siempre te lo dije, lo peor que le puede pasar a tu belleza es que te veas en un espejo roto…
Desde luego, siempre eres ajena a la provocación, no lo necesitas, tu inmensidad es tan grande que tu ruido es el silencio que guardan los demás cuando te ven pasar. Por todo ese me dueles. Y necesito saberlo…
Prometo hacer una o dos escasas preguntas si te dignas a disparar…
Lo entiendo, sí, hay mucho espacio para volver a olvidar lo que me digas este y cualquier otro día. ¿Estás saliendo con alguien? No me hagas repetir y usar esta saliva que quema. He aprendido a convivir con mi vergüenza y con mis temores, pero una cosa es convivir y otra es amar lo convivido. Deshacerme de esta duda hará que mis noches vuelvan hacer las mismas, malas o buenas pero las mismas al fin. Le he apartado un espacio a la revelación. Leonor, me están pensionando los recuerdos. No me logro jubilar del todo de vos…
¿Qué gano en saberlo? Gano todo y a su vez lo pierdo todo. Además, uno solo le puede ayudar a los necesitados no siendo uno de ellos. Ayúdame a mí está vez… Obvio. Comprendo… No, no me falló porque nunca fue mi amigo. Quienes son mis amigos no me fallan…
¿Es él? ¿pero él falleció el año pasado? ¿Por qué nunca me lo dijiste?  ¿Qué si me molesta? No, oraré por él. Fui a su vela y cuando me acerqué al ataúd, lloré un poco no por él, uno llora en las velas porque se piensa adentro o pensás en los tuyos, por amor secundario casi nunca. Sin saberlo, lo compadecí. No hay muerto malo, pobre de él, que sufre la vela de todos, morir es velar a la humanidad entera… Sí, tenés razón no lo sabía, ni lo intuía. Los hombres engañamos más y ustedes mejor…
Sí, Joaquín. Por lo menos te acordás…
¿Qué si estoy satisfecho? Mitad molesto, con él … qué de Dios goce… y conmigo…
Debe de estar triste Juan, todavía, era su casi hermano, a quién apoyaste bastante en su entierro, te vi consolándolo en tu pecho, lo recuerdo. Fuiste su madre, amo esos detalles de vos. Gracias por decírmelo todo. Me sonó la alerta que se me acaba la tarjeta. Abrázame a Tao y disculpa por ser tan terco, pero la verdad si no es de frente solo es otra forma de la mentira. Me voy melancólico, en vida no lo hubiese perdonado, hoy lo perdono, la muerte lo disculpa todo. ¡Ah! una última cosa…
*su saldo ha expirado, introduzca una nueva tarjeta.

Necesitamos ser predecibles en la grandeza

Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor.
Leonor, está devastada, sabe la verdad. Abrió su ordenador, hizo un par de malabares para olvidarse de la realidad, tuvo el gesto de alzar la mirada a la periferia, se encontró vacía, el desánimo articuló la rutina de los siguientes gestos de operación rutinaria. Abrió el ordenador, como el clásico asalto de la página en blanco o el lienzo a los pintores. Ella en su oficio de diseñadora, se enfrentaba a la difusa escena de la creatividad nublada a costa del juicio de las verdades inexplicables. Miró la taza de café semi fría, sus viejas pulseras con más recuerdos que estética, el escritorio lleno de irrelevantes cosas, lapiceros a media tinta, un lápiz sin estrenar, una ventana con anuncio de lluvia. Todo estaba ahí excepto ella. Parecía una escena donde le había pagado a su doble para que ejerciera su vida. Se levantó, acercó su mirada hacia el destino o a lo que uno nombra como desconocido y se abandonó a la nublada idea de divagar lo antes sabido.
La noticia fue conmovedora y todo lo conmovedor lleva implícito la debilidad y esa parte frágil de la vida, pensaba en sus últimas palabras: «te he perdonado todo e incluso he vuelto a reír contigo, todo está bien». Lo que no sabes, en mi silencio te he dejado de respetar y es una de las cosas más fulminantes que a un humano le puede pasar, perderle el respeto a alguien querido. Todo se desvanece y aquella percepción labrada con el tiempo no es sino otra forma de un ininterrumpido desconocimiento y decepción. Esas palabras, toda esa nube del recuerdo se columpiaba por el terco recuerdo de aquella mañana. El arte de conocerse a sí mismo es un ejercicio para toda la vida y cada oportunidad de inventario personal nos puede dejar en evidencia. La evidencia era que el rencor se servía en su escritorio, quizá en ese café semi frio que decoraba un helado escritorio y unas desocupadas sillas sin el calor de una compañía. Suspiró. Dibujó con sus manos un nudo de ansiedad, la misma recreación de su mente, la siguiente pregunta traía el veneno y en su respuesta la condena. ¿Perdonar o no perdonar? Aquella consigna de «nadie puede hacerte daño sin tu consentimiento» parecía una falsa bandera de aceptación que en los momentos de la tormenta se necesita estar mojado para opinar con solvencia, lo demás es pura banalidad de palabras. Su persona especial le había fallado y eso conlleva el desastre de enfrentarse al intimo infierno que recrea el recuerdo de lo sucedido.
Los días sumaban, el recuerdo pedaleaba la bicicleta mohosa del dolor. El no saber aceptar es inyectar esa epidemia de mirar en lo áspero y en ese camino, sucumbir. Leonor, de pocas conversaciones salía ilesa, pero con la que siempre tuvo un encuentro fuerte era con la autoconversación de los días nublados y la de los días feriados, decirse la verdad cara a cara es asunto solo de dos tipos de personas: los valientes o los desahuciados. Ella no sabía donde ubicarse, o quizá sí, pero definirse era abrir otro peldaño más, uno que la precisara, determinó en la ingenuidad. Puso su mente a definir la traición y encontró en su estudio una sola afirmación, nadie es dueño de su propia verdad. Y en ese camino, es probable que todos en algún momento de nuestras vidas hemos traicionado y viceversa, tal vez con dolo o sin dolo, con la conciencia del caso o con toda la irrespetable gana de dañar. El qué este libre de culpa que tire la primera piedra dice en una de las tantas historias de la Biblia, cuando se referían a las meretrices a la hora de ser juzgadas.
Albert Camus sentencia: «Siempre nos engañamos a nosotros dos veces respecto las personas que amamos, primero a su favor, y luego en su contra». El respeto como la lealtad, un detalle solo de grandes personas, pero para aspirar a ese regalo hay que trabajar en otorgarlo. Leonor, de a poco lo sabe y de a poco lo ignora, cuando su figura egocéntrica aparece por su vida se siente la mujer más docta en valores y castiga sin remordimientos, pero para conocerse un poco más, habrá que preguntarle a los demás, quien uno es. A lo mejor el respeto y la lealtad tampoco nos asiste. Ni un día sin trabajo personal, ni un día sin rodearse de personas que nos hagan el mundo un lugar más habitable para vivir. Necesitamos ser predecibles en la grandeza. Necesita Leonor no presupuestar la desilusión en sus amistades.


La proxémica y el ser humano

Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor 
Hay momentos en que no estamos para nadie más y en ese “nadie más” ni para nosotros mismos. Quisiéramos renunciar, si pudiéramos, a la responsabilidad que conlleva nuestro cuerpo, ideas y sobre todo nuestras emociones. Hace poco me enteré de un interesante término acuñado por el antropólogo Edward T. Hall (1914-2009). “Proxémica” que estudia el espacio personal de las personas. En repetidas ocasiones hemos sido victimas o victimarios de individuos que irrespetan esta dimensión. Según el estudio, hay cuatro ratios de acción donde usualmente nos desenvolvemos: espacios públicos, espacios habituales, de interacción y corporal, este último de exclusiva confianza.
Tomar distancia es una decisión que a veces se nos va por alto, o desentendemos la idea de la confianza que las personas en general nos otorgan. Entre ese tipo de distancia esta: la distancia publica (360 centímetros -sin límite) espacios sociales abiertos como centros comerciales, aeropuertos etc.  Distancia social (120 -360 centímetros) distancia ocurrida cuando no tenemos ningún tipo de vínculo social. Distancia personal (46-120 centímetros) conversaciones entre compañeros de trabajo, reuniones o fiestas y la Distancia íntima (15-45 centímetros) amigos de confianza, personas con las que tenemos una estrecha relación de fraternidad y de los 15 centímetros hacía abajo llamada Íntima p
rivada.
La proxémica es un arte que no todos sabemos cumplir a cabalidad porque en ocasiones no sabemos compartir conceptos con nuestros allegados, un tanto por pena, por falta de comunicación o porque no tenemos el mismo tipo de cultura que los demás, para bien o para mal. Desde personas que, por exceso de confianza no otorgada, quisieran mantener conversaciones a manera de contar secreto, muy cerca de nuestro espacio corporal lo que puede suscitar apatía y poner en evidencia halitosis u otro tipo de detalles de aseo personales que no todos están dispuestos a tolerar. No obstante, esta el contrario, la timidez de la lejanía y el respeto excesivo que da la confianza. Muchos hemos tenido ambas experiencias y quizá en algunos casos deseamos más intimidad con algunas personas y con otras más prudencia. No siempre emitimos las señales correctas para establecer los vínculos deseados.
En momentos de autoconversación y agobiados por el cúmulo de estrés, depresión y diferentes emociones de la rutina de la vida, hemos deseado que el mundo conociera a la perfección el término de la proxémica y dejarnos solos por un buen rato, sin nadie a nuestro alrededor, para poder vaciarnos un poco de la vida y llenarnos con lo pensado. No siempre corremos con esa suerte, el abrazo pacificador de un ser querido pudiera aliviarnos de la pena y a veces la soledad pudiera hacer esa función. Quien nos quiere sin duda alguna, sabe cuándo dejarnos solos, también eso es afinidad al sentimiento, también eso es comprender que el espectáculo de la saturación de historias no siempre necesita de espectadores por más que alguien a quien amemos quiera estarlo. Hay espacios en que solo son destinados para sí mismo y si quieren entrar deberán de pedir permiso, y eso ya es decir más.
La saturación personal se ha movido con delicados hilos, hilos que no todos sabemos comprender, por nuestra compleja conducta humana. Tener a alguien que sepa esa estrecha relación es tener un tesoro. La gente que siempre está para todo cuando deja de estarlo, lo está para siempre, y ese conflicto en reiteradas veces nos ha pasado factura, decir “hoy quiero estar solo” se ha confundido con algo personal alejando por tiempo indefinido a nuestros cercanos, cuando solamente necesitábamos una cita con los yoes que llevamos dentro.
Hoy que conozco este nuevo termino también quiero conocer mejor a mi circulo y empezar a preguntarme a quien agobio y de quien me alejo. La incomunicación y la falta de conciencia nos puede poner en una equivocada postura. Saberse ir y saber llegar nos distingue del resto, pero quisiera también que sepan que somos dignos de confianza a la hora de que nos quieran llamar y si de estar solos se trata sabiduría para poderlo comprender, estar en uno u otro momento solo será cuestión de tiempo.

La fugacidad de las personas

Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor 
“Cuando hay gente delante de mí que sé que no me quiere, de quien desconfío es de mí”. Asevera Antonio Gala en Los papales del agua.
He pensado mucho en las relaciones a lo largo de mi vida, quienes aportan a lo mío, quienes con su cuota de sinceridad hacen que la vida sea más soportable, quienes me han dicho la verdad desde cualquier perfil de mi vida. Todo eso lo agradezco, agradezco más la libertad del peligro al decírmelo, quienes me conocen saben que por respuesta tendrán mi total aceptación a la causa.
Quien te ayuda a mejorar te ayuda a vivir, las mejores lecciones de la vida traen consigo dolor y todo dolor conlleva sinceridad. Somos fugaces, como las personas, como la vida. Sin embargo, muchos se han quedado para siempre con instantes, poniendo en evidencia eso, de que quien te ayuda a tiempo te ayuda dos veces. Otros, nos hacen la vida con solo respirar, no tienen que hacer más que nada por tener nuestro cariño y respeto, lo cual es un misterio y esos misterios vale la pena saberlos identificar y disfrutar.
Eduardo Punset narra una historia de sus nietas a la hora de compartir un refresco. Eduardo siempre pone hielo a sus bebidas como habito de infancia y repite la operación en la bebida de Imelda, su nieta menor. Imelda se descuida por un momento y ve pasar la carrera de su perro por el patio tras un hueso de juguete, para luego volverse a instalar en la conversación con su abuelo, luego se percata de la mesa y grita airada: ¡Abuelo, me has robado! ¿Adónde has metido los cubos de hielo? ¿Qué los has hecho? ¡Devuélvemelos!…
Entre conversaciones y el calor de la tarde, los dos cubos de hielo puestos en el vaso de la pequeña se consumieron con rapidez, cambiantes, fugaces como todo… Aprender a aceptar que las cosas cambian, que las personas se van, que los años nos miran diferente y que los espejos no mienten es asunto de la sensatez. Así como esos cubos de hielo desaparecieron en un momento fugaz de la tarde, pareciera una locura no creer que lo mirado no cambiará.
La infancia es ese lugar difícil, esa vida narrable del que solo recordamos momentos, las formas de como nos hicieron sentir, de la pasión en conjunto del logro en la escuela, del viaje por primera vez a la montaña, las conversaciones en cualquier lado de la calle hasta altas horas de la noche, la irrepetible sensación de acabarse el mar con la mirada un día cualquiera del año, el primer beso, el beso quitado y el primer dolor. Lo fugaz de aquellos momentos, las personas que ya no están o que están, pero ahora son otras gastadas por el tiempo y uno con otros ojos, con otras sensaciones con lo aburrido de la madurez. Solo quedan pocos recuerdos, no si depositaron dinero en nuestros bolsillos o comimos en un restaurante caro, la infancia es dos o tres instantes donde uno sonríe a solas y nos volvemos ajenos al entorno casi convirtiéndonos en unos desconocidos por viajar con nuestra mente a aquellos momentos donde uno fue feliz, donde uno no solo vivió la felicidad, sino que fuimos parte de ella, quizá saberlo lo hubiera destruido.
Después de todo, uno abre la puerta de la casa, gira el recibidero. Dejas a un lado lo puesto, miras el reloj que no te espera y están otros o nadie, incluso ni siquiera vos y todo es tan común, tan breve. Un soplo, lo que queda del viento.
La fugacidad de las personas tiene que ver con uno, que también es el fugaz.


En una mirada cabe la vida

Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor 
“De carácter irrevocable” firmaba en la carta a la que le he había dado vueltas mi cabeza en las últimas semanas. Cada día era una nueva forma de tormenta, otra vez lidiar con lo de siempre, con los de siempre, con ese tráfico insoportable a las seis de la tarde para llegar a la universidad y continuar esta promesa que me hice a mí misma un día de terminar. Cuando uno dice ¡basta! También se atenta contra nuestro proyecto de vida, renunciar de ninguna forma es elegante y conlleva una dosis de rabia vergüenza y decepción. Mi trabajo me ha generado una develación de mi carácter y por momentos no me logro aceptar, por eso he tomado esta decisión, a contra pronóstico de los tantos consejos que me han dado personas sabias que han pasado mil anécdotas más que yo, y como bien he sabido, solo le puedo hacer caso a dos tipos de personas: a quien quiero y a quien admiro. ¿Mis razones? Quizá las de todos y las de ninguno, cada quien se quema con diferente fuego en el mismo infierno.
La carta estaba hecha, la comenté a manera de respeto y profesionalismo a las diferentes personas externas que me habían apoyado a lo largo de los último tres años en mi trabajo, que ya no iba a laborar para la empresa de la que tienen conocimiento. Cada quien me expresó sus reacciones, para bien o para mal, unos melancólicos por mi inesperada elección, otros legitimando contactos con mi persona, otros declarándome su silenciosa admiración que hasta este punto yo desconocía. A la hora de las preguntas, inventaba con sutileza tantas respuestas según mi estado de ánimo, a veces era parca y muchas veces creativa. Pero la verdad, seré sincera, —porque mentir es contar la versión a la que aspiramos de verdad y yo siempre me he considerado a la altura de cualquier situación y no lo digo por jactancia sino por autoestima, ser objetiva es lo mío—, es mi relación con mi jefa inmediata. No la soporto más. Sé que ella ya viene dañada de su infancia, de su vida, de todo lo que yo no he tenido nada que ver, ni tendré. La gente sufre y en su sufrimiento quiere que los demás penemos su dolor. Me rehúso. He puesto mi voluntad, he desarrollado mi profesionalismo y he querido dejar a un lado todo mi férreo carácter para complacerla en sus altibajos pasionales y personales, pero creo que he tocado fondo y es horrible tocar fondo, porque es convivir con nuestro polvo, enterarnos de nuestra mediocridad. Me gusta ser verídica conmigo, nadie más lo será, soy mi mejor aliada y mi mayor maestra, también mi peor detractora. Mi almohada lo sabe, mis íntimos también y de a poco en poco, los clientes más cercanos y con quien he desarrollado una relación de mediana cercanía para llevarnos bien con la rutina de los días. Algunos han aspirado a ser mis amigos, otros se han destacado de lo peor. A veces la verdad si no duele es porque es contada por un mentiroso.
Era martes, entré como nunca, ese aire era por la carta en mi cartera, haciendo cuerpo en medio de mis accesorios de belleza, cuadernos de cátedra, audífonos como religión y un par de cosas que no necesitan saber. Decidí entregarla al final del día o quizá en un par de días más, total, lo más importante fue redactarla, poner esa bella y ampulosa frase: “de carácter irrevocable” imprimirla, firmarla con mi ostentosa rubrica y depositarla en medio de una agenda que pronto dejaré de usar. Todo fue después del mediodía al filo de las dos de la tarde, cuando la siesta es orden y el café agua en el desierto. Había una calma de casa de campo, música secular a lo lejos de la pequeña ciudad donde está ubicada la empresa y nuestro equipo reubicándose en los espacios asignados por orden de la gerencia. La cafetera estaba semivacía, las computadoras con muchos documentos dispersos en la pantalla, papeles pegados con recordatorios, una impresora como monumento histórico y las ganas de irse flotando en el aire, como casi siempre. Entraron un grupo de personas de apariencia normal, camisas a cuadros algunos, pantalones un poco gastados, zapatos casuales, unos con barba poco pobladas con vista periférica a nuestro interior de las oficinas, mirando salidas y viéndose entre sí, como preguntándose con los ojos, quien liderará la comunicación y el motivo de la visita.
Estábamos todos, mi jefa, el equipo de trabajo y el calor de San Salvador que aqueja a casi cualquier hora del día. Mi descuidado rostro reparó un momento en la intención de este grupo de individuos. La información de nuestros cursos formativos está disponible en las redes sociales y en su defecto, nuestro número de contacto está en la publicidad, que por años se ha instalado en puntos estratégicos de la capital y del país. Ir en grupo para eso, no era una tarea de la inteligencia, me cuestioné.
—¿Buenas tardes? Quisiéramos información para montar un evento con sus servicios.
—Claro, tomé asiento. Un ejecutivo le atenderá enseguida…
A la vuelta de su mirada como buscando la silla donde esperar, quien había tomado las riendas del grupo, volvió a ver sus compañeros y de su floja camisas a cuadros saco una Beretta calibre 22, asestándola en la frente a todos, oscilando en su posición y dijo con firme voz:
— ¡Al suelo todos! ¡Si no quieren que los mate ya, hijos de puta!
Todos los demás que habían llegado en su compañía se replegaron cada quien, con su arma, unas más largas que otras, pero armas al fin. Apuntando a todos para aislarlos de la entrada principal y robar a placer lo que consideraban conveniente; equipo tecnológico, teléfonos, celulares, cualquier cosa que se mirara atractiva seria despojada de su forma habitual. Todo, sin la menor muestra de compasión o vergüenza, a cara limpia, que era peor. En ese momento recordé lo que había visto alguna vez en un programa de criminología, asimilé inconscientemente el detalle del desnudo facial, con la férrea idea de: “qué importa que nos vean, lo muertos no hablan”. Mi temor se incrementó, vi a todos poner cara de pánico, de orar, cuando en mi vida hubiera sabido que mis compañeros eran simpatizantes de la religión, del Creador. En momentos así uno pone su vida a alguna entidad astral o al mismo Dios sobre todas las cosas. Mis pies temblaban y mis movimientos eran dirigidos por las ordenes de los hechores, en función de agruparlos a todos y amarrarlos o de terminar con nuestras vidas. El grupo de mis compañeros estaban unidos, a mí me dejaron a un costado. Sola, más sola que un cactus, que la una, que un rico sin dinero. Mi corazón se aceleraba, no tenía autonomía de mí, el dolor cuando es verdadero paraliza y arranca la palabra. Mis pupilas a su máxima expresión, dilatadas y no de la emoción de júbilo, sino de pánico, pánico de despedirte de este mundo sin haberlo gozado y de no haber cumplido las metas trazadas en la adolescencia. Los demás temblaban, uno de mis compañeros que siempre lo he consideré rebelde, esta vez, en su rebeldía, se puso en mal predicado y fue uno más entre esta mala pasada que nos estaba dando la historia.
A como podían, con bolsas negras recolectaban accesorios, efectivo y en sus caras el demonio haciendo anuncio del padecimiento de la desgracia y la avaricia. Un áspero aire se movía y esos minutos de incertidumbre se volvieron una eternidad, oré, oré y volví a orar, no sé con qué causa y con qué argumento y bajo qué potestad, quizá la de amar la ignorada vida que llevo. Una de las ordenes fue no volver a ver hacia arriba, todos en el suelo, amarrados de los brazos, con los cables de teléfono entre los pies, nuestras miradas llenas de miedo y resignación. En mi espacio como pude; en frente del grupo, levanté mi vista y en ese preciso momento mi jefa también, nos miramos, ese micro segundo fue tres años con ella, con sus enojos, con sus faltas de respeto, con su voz salida de tono, con su impersonalidad para no saber cuándo se había equivocado, su falta de humildad, con su demacrada cara y sus lágrimas corridas de rímel y yo, sola, desprotegida, como una hija regañada en un rincón, la miré, no sé qué pensó de mí, pero podría traducir su mirada diciendo: “todo está perdido, gracias por todo que siempre fue mucho y perdón, sobre todo perdón. Ojalá hayas sido feliz lo suficiente para no lamentarte ahora mismo por lo no realizado. Ensuciar la memoria es tan dañino como querer arreglarla. La lástima siempre me pareció despreciable, no quisiera darla, pero es probablemente mi última imagen, desde mi rostro viejo y cansado. Con las botas puestas moriremos como mueren las personas leales”. No sé si eso me lo dijo en una centésima de segundo, pero la sentí y me rayó el alma, la única que tengo y lagrimeé más. La muerte vista desde esta instancia no es para nada la imagen que se tiene en serenidad. La imaginación no puede competir con lo súbito de la realidad. Yo lo supe, nosotros lo supimos. Sin embargo, las reacciones no se ensayan.
Nos desplomamos con las armas recorriéndonos nuestros cuerpos y con la angustia de que cualquiera de nosotros podría morir de inmediato. Las bolsas estaban hechas y el escenario desordenado, todo a punto de la vida y de la muerte. Los ruidos se pronunciaban a lo lejos y esa turbada idea de ser descubiertos hizo que los ladrones se fueran de inmediato, dejándonos a todos amarrados y tirados en el piso, destrozados, pero con vida al final.
Luego de unos momentos de silencio e incertidumbre, uno de mis compañeros se recuperó y nos desató, nos pusimos todos en pies y buscamos la manera de respirar de nuevo el aire de la libertad. Posterior, el estrépito que deja lo perturbado de la situación. Muchas llamadas y el abrazo entre todos de victoria ante la muerte. La digestión de ver todo derrumbarse y verse las manos como símbolo de realidad. La comunicación a todos los queridos y las lagrimas sin poderlo contar bien, sollozando el momento. Respirar y sentirse vivo, eso, eso era lo gratificante de lo que padecía. Eso viví, eso vivimos.
Han pasado los días, he conversado con quienes hablé con anterioridad, sigo acá, respirando a mi manera. He ganado a una amiga y he hecho familia con mis compañeros, todo ha quedado atrás. Deshice la carta, lo único que ha quedado de eso, por el momento, es mi irrevocable carácter de mostrar mi mejor voluntad ante una nueva oportunidad de vida. Una mirada, en una mirada cabe la esperanza de continuar, de vivir.