martes, 3 de septiembre de 2019

En una mirada cabe la vida

Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor 
“De carácter irrevocable” firmaba en la carta a la que le he había dado vueltas mi cabeza en las últimas semanas. Cada día era una nueva forma de tormenta, otra vez lidiar con lo de siempre, con los de siempre, con ese tráfico insoportable a las seis de la tarde para llegar a la universidad y continuar esta promesa que me hice a mí misma un día de terminar. Cuando uno dice ¡basta! También se atenta contra nuestro proyecto de vida, renunciar de ninguna forma es elegante y conlleva una dosis de rabia vergüenza y decepción. Mi trabajo me ha generado una develación de mi carácter y por momentos no me logro aceptar, por eso he tomado esta decisión, a contra pronóstico de los tantos consejos que me han dado personas sabias que han pasado mil anécdotas más que yo, y como bien he sabido, solo le puedo hacer caso a dos tipos de personas: a quien quiero y a quien admiro. ¿Mis razones? Quizá las de todos y las de ninguno, cada quien se quema con diferente fuego en el mismo infierno.
La carta estaba hecha, la comenté a manera de respeto y profesionalismo a las diferentes personas externas que me habían apoyado a lo largo de los último tres años en mi trabajo, que ya no iba a laborar para la empresa de la que tienen conocimiento. Cada quien me expresó sus reacciones, para bien o para mal, unos melancólicos por mi inesperada elección, otros legitimando contactos con mi persona, otros declarándome su silenciosa admiración que hasta este punto yo desconocía. A la hora de las preguntas, inventaba con sutileza tantas respuestas según mi estado de ánimo, a veces era parca y muchas veces creativa. Pero la verdad, seré sincera, —porque mentir es contar la versión a la que aspiramos de verdad y yo siempre me he considerado a la altura de cualquier situación y no lo digo por jactancia sino por autoestima, ser objetiva es lo mío—, es mi relación con mi jefa inmediata. No la soporto más. Sé que ella ya viene dañada de su infancia, de su vida, de todo lo que yo no he tenido nada que ver, ni tendré. La gente sufre y en su sufrimiento quiere que los demás penemos su dolor. Me rehúso. He puesto mi voluntad, he desarrollado mi profesionalismo y he querido dejar a un lado todo mi férreo carácter para complacerla en sus altibajos pasionales y personales, pero creo que he tocado fondo y es horrible tocar fondo, porque es convivir con nuestro polvo, enterarnos de nuestra mediocridad. Me gusta ser verídica conmigo, nadie más lo será, soy mi mejor aliada y mi mayor maestra, también mi peor detractora. Mi almohada lo sabe, mis íntimos también y de a poco en poco, los clientes más cercanos y con quien he desarrollado una relación de mediana cercanía para llevarnos bien con la rutina de los días. Algunos han aspirado a ser mis amigos, otros se han destacado de lo peor. A veces la verdad si no duele es porque es contada por un mentiroso.
Era martes, entré como nunca, ese aire era por la carta en mi cartera, haciendo cuerpo en medio de mis accesorios de belleza, cuadernos de cátedra, audífonos como religión y un par de cosas que no necesitan saber. Decidí entregarla al final del día o quizá en un par de días más, total, lo más importante fue redactarla, poner esa bella y ampulosa frase: “de carácter irrevocable” imprimirla, firmarla con mi ostentosa rubrica y depositarla en medio de una agenda que pronto dejaré de usar. Todo fue después del mediodía al filo de las dos de la tarde, cuando la siesta es orden y el café agua en el desierto. Había una calma de casa de campo, música secular a lo lejos de la pequeña ciudad donde está ubicada la empresa y nuestro equipo reubicándose en los espacios asignados por orden de la gerencia. La cafetera estaba semivacía, las computadoras con muchos documentos dispersos en la pantalla, papeles pegados con recordatorios, una impresora como monumento histórico y las ganas de irse flotando en el aire, como casi siempre. Entraron un grupo de personas de apariencia normal, camisas a cuadros algunos, pantalones un poco gastados, zapatos casuales, unos con barba poco pobladas con vista periférica a nuestro interior de las oficinas, mirando salidas y viéndose entre sí, como preguntándose con los ojos, quien liderará la comunicación y el motivo de la visita.
Estábamos todos, mi jefa, el equipo de trabajo y el calor de San Salvador que aqueja a casi cualquier hora del día. Mi descuidado rostro reparó un momento en la intención de este grupo de individuos. La información de nuestros cursos formativos está disponible en las redes sociales y en su defecto, nuestro número de contacto está en la publicidad, que por años se ha instalado en puntos estratégicos de la capital y del país. Ir en grupo para eso, no era una tarea de la inteligencia, me cuestioné.
—¿Buenas tardes? Quisiéramos información para montar un evento con sus servicios.
—Claro, tomé asiento. Un ejecutivo le atenderá enseguida…
A la vuelta de su mirada como buscando la silla donde esperar, quien había tomado las riendas del grupo, volvió a ver sus compañeros y de su floja camisas a cuadros saco una Beretta calibre 22, asestándola en la frente a todos, oscilando en su posición y dijo con firme voz:
— ¡Al suelo todos! ¡Si no quieren que los mate ya, hijos de puta!
Todos los demás que habían llegado en su compañía se replegaron cada quien, con su arma, unas más largas que otras, pero armas al fin. Apuntando a todos para aislarlos de la entrada principal y robar a placer lo que consideraban conveniente; equipo tecnológico, teléfonos, celulares, cualquier cosa que se mirara atractiva seria despojada de su forma habitual. Todo, sin la menor muestra de compasión o vergüenza, a cara limpia, que era peor. En ese momento recordé lo que había visto alguna vez en un programa de criminología, asimilé inconscientemente el detalle del desnudo facial, con la férrea idea de: “qué importa que nos vean, lo muertos no hablan”. Mi temor se incrementó, vi a todos poner cara de pánico, de orar, cuando en mi vida hubiera sabido que mis compañeros eran simpatizantes de la religión, del Creador. En momentos así uno pone su vida a alguna entidad astral o al mismo Dios sobre todas las cosas. Mis pies temblaban y mis movimientos eran dirigidos por las ordenes de los hechores, en función de agruparlos a todos y amarrarlos o de terminar con nuestras vidas. El grupo de mis compañeros estaban unidos, a mí me dejaron a un costado. Sola, más sola que un cactus, que la una, que un rico sin dinero. Mi corazón se aceleraba, no tenía autonomía de mí, el dolor cuando es verdadero paraliza y arranca la palabra. Mis pupilas a su máxima expresión, dilatadas y no de la emoción de júbilo, sino de pánico, pánico de despedirte de este mundo sin haberlo gozado y de no haber cumplido las metas trazadas en la adolescencia. Los demás temblaban, uno de mis compañeros que siempre lo he consideré rebelde, esta vez, en su rebeldía, se puso en mal predicado y fue uno más entre esta mala pasada que nos estaba dando la historia.
A como podían, con bolsas negras recolectaban accesorios, efectivo y en sus caras el demonio haciendo anuncio del padecimiento de la desgracia y la avaricia. Un áspero aire se movía y esos minutos de incertidumbre se volvieron una eternidad, oré, oré y volví a orar, no sé con qué causa y con qué argumento y bajo qué potestad, quizá la de amar la ignorada vida que llevo. Una de las ordenes fue no volver a ver hacia arriba, todos en el suelo, amarrados de los brazos, con los cables de teléfono entre los pies, nuestras miradas llenas de miedo y resignación. En mi espacio como pude; en frente del grupo, levanté mi vista y en ese preciso momento mi jefa también, nos miramos, ese micro segundo fue tres años con ella, con sus enojos, con sus faltas de respeto, con su voz salida de tono, con su impersonalidad para no saber cuándo se había equivocado, su falta de humildad, con su demacrada cara y sus lágrimas corridas de rímel y yo, sola, desprotegida, como una hija regañada en un rincón, la miré, no sé qué pensó de mí, pero podría traducir su mirada diciendo: “todo está perdido, gracias por todo que siempre fue mucho y perdón, sobre todo perdón. Ojalá hayas sido feliz lo suficiente para no lamentarte ahora mismo por lo no realizado. Ensuciar la memoria es tan dañino como querer arreglarla. La lástima siempre me pareció despreciable, no quisiera darla, pero es probablemente mi última imagen, desde mi rostro viejo y cansado. Con las botas puestas moriremos como mueren las personas leales”. No sé si eso me lo dijo en una centésima de segundo, pero la sentí y me rayó el alma, la única que tengo y lagrimeé más. La muerte vista desde esta instancia no es para nada la imagen que se tiene en serenidad. La imaginación no puede competir con lo súbito de la realidad. Yo lo supe, nosotros lo supimos. Sin embargo, las reacciones no se ensayan.
Nos desplomamos con las armas recorriéndonos nuestros cuerpos y con la angustia de que cualquiera de nosotros podría morir de inmediato. Las bolsas estaban hechas y el escenario desordenado, todo a punto de la vida y de la muerte. Los ruidos se pronunciaban a lo lejos y esa turbada idea de ser descubiertos hizo que los ladrones se fueran de inmediato, dejándonos a todos amarrados y tirados en el piso, destrozados, pero con vida al final.
Luego de unos momentos de silencio e incertidumbre, uno de mis compañeros se recuperó y nos desató, nos pusimos todos en pies y buscamos la manera de respirar de nuevo el aire de la libertad. Posterior, el estrépito que deja lo perturbado de la situación. Muchas llamadas y el abrazo entre todos de victoria ante la muerte. La digestión de ver todo derrumbarse y verse las manos como símbolo de realidad. La comunicación a todos los queridos y las lagrimas sin poderlo contar bien, sollozando el momento. Respirar y sentirse vivo, eso, eso era lo gratificante de lo que padecía. Eso viví, eso vivimos.
Han pasado los días, he conversado con quienes hablé con anterioridad, sigo acá, respirando a mi manera. He ganado a una amiga y he hecho familia con mis compañeros, todo ha quedado atrás. Deshice la carta, lo único que ha quedado de eso, por el momento, es mi irrevocable carácter de mostrar mi mejor voluntad ante una nueva oportunidad de vida. Una mirada, en una mirada cabe la esperanza de continuar, de vivir.



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