Nunca
un dolor es el último, por fuerte que sea.
Lo
supe, después de verme el rostro en mis manos apagadas
aquella
mañana, donde no cerraron las puertas de la noche.
Calibre
el miedo, el recuerdo como el lado impuro de la mente.
Me
abandono, por abandonar los que residen en mí
dejo
la tenacidad de sus gustos
dejo
el armario de sus culpas.
Verme
de afuera, eso quiero.
Tenerme
en cualquier extranjero
saber
de qué está hecha esa necesidad de volver;
Aunque
sepa a labio herido,
quien
abandona
no
deja fecha de regreso
no
se despide
radica una violenta pasión
en
su caminar, tal como se marchan los barcos
y
en su lentitud desaparece la marea cortada.
Qué
pequeña es la muerte
cuando
nadie te espera.
Wilfredo
Arriola
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